Esta noche apenas he podido dormir. No ha parado de ladrar en ningún momento. Ahora suena de un modo lastimero, casi sin voz. Ese ladrido que no hace tanto tiempo sonaba aterrador y poderoso se ha transformado en una letanía ronca, vivo reflejo de un sufrimiento profundo.
Cuando me acerco y lo acaricio me mira a los ojos. Me pide que actúe. Reconozco esa mirada. Es la misma con la que se acercaba de cachorro cojeando con una espina clavada en la almohadilla. Esa mirada que transmitía renuncia a sus instintos cuando me dejaba manipular su pata dolorida. Esa mirada de súplica y a la vez de confianza. Pero ahora nada puedo hacer por ayudarle.
Ahora resulta cruel y patética esa relación Dios-criatura que nos unió durante tantos años. Ahora que toca ejercer de verdad de Dios y que la omnipotencia se queda en impotencia.
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Le he dado un paracetamol. Se que es un puro ejercicio de desesperacion. Me ha dejado que meta mi mano entera dentro de su boca enorme para colocarle la pastilla dentro de la garganta. Sin resistencia. Sin queja. Me ha lamido agradecido. Su respiración sigue siendo entrecortada.
Ha amanecido. Me gustaría que no se quedara tumbado. En la vida de los perros, como en la de las personas, cuando renuncias a moverte es para sentarte a esperar a la muerte. Yo quiero alargar un poquito más sus días conmigo. No quiero que se vaya todavía de mi lado. Aun no me siento preparado.
Le ayudo a levantarse. Es un esfuerzo tremendo. Tiembla de pies a cabeza tratando de que sus viejas patas aguanten el peso de su cuerpo que sin embargo está famélico. El tiempo se llevó por delante a aquel cachorro lleno de vida al que había que controlar para que no se pusiera de pié y te lamiera la cara.
El tiempo. Cuando veo la saña con que se ha cebado en él no puedo evitar sentir el aviso. Sólo transcurre un poco más rápido en él que en mí, pero jugamos en el mismo tablero. Somos piezas diferentes dentro de un mismo juego. Un juego con las mismas reglas. Una reglas universales. Unas reglas crueles.
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Hacerlo bajar las escaleras para llevarlo a la calle es una tarea titánica.
― ¡Vamos Tango!. ¡Eso es.., despacito! Una frase de aliento para cada paso. Una agonía para cada escalón.
Puede que el esfuerzo. Puede que la emoción de lograr el objetivo. Puede que sencillamente haber llegado al límite de su aguante. Puede que todo a la vez. El caso es que la operación fracasa a un par de escalones de la calle. Su vejiga se vacía de forma torrencial. Me mira como pidiendo perdón. Sabe que está fuera de nuestros pactos. Sabe que eso no me hace feliz y él no quiere eso.
Nos miramos sin hablar. Una caricia. Un lametón. Está todo dicho.
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Me he despertado sobresaltado. Los golpes sonaban en el salón. Sonaban contra todos los muebles. Golpes sordos y enloquecidos. Salto de la cama y al encender la luz lo veo descontrolado. La mirada perdida. Los movimientos erráticos. A cada esfuerzo por levantarse seguía un choque y una caída. A cada caída una nueva lucha por ponerse en pie.
Por suerte los niños siguen durmiendo. Me lanzo sobre él para intentar parar ese macabro ballet desquiciado en el que cada paso acaba entre aullidos de dolor y desconcierto. Solo acierto a agarrarlo. Abrazo su enorme cuerpo. Lo acaricio una y otra vez.
― Tranquilo amigo, tranquilo.
Su cuerpo parece no obedecer. Convulsiona. Tiembla. Se estremece. Trata de huir…
Estoy confuso. No sé como enfrentarme a la situación. Solo acierto a acariciarlo. Solo a susurrarle consuelo. Solo a tratar de evitar que se pueda hacer más daño.
Poco a poco se relaja. Sus músculos abandonan el paroxismo. Sigue respirando acelerado. Su boca se llena de espuma. Sus ojos giran fuera de control y cuando aciertan a encontrarse con los míos logran transmitir ese sentimiento entre el pánico y el desconcierto que se ha apoderado de él.
Pasan las horas. Lo he limpiado con una toalla que me ha traído mi mujer. He seguido acariciando su cabeza con suavidad y poco a poco ha pasado.
Ha debido ser una embolia. Después del desconcierto inicial he tenido tiempo para pensar. Los síntomas apuntan en esa dirección. Queda por saber cuánto daño. Queda por saber que ha quedado de él.
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Esta mañana le he encontrado de pié. Me ha movido el rabo a modo de saludo. Cuando le he abierto la puerta para salir a la terraza ha bebido con tantas ganas que he tenido que rellenarle su bebedero. Si el episodio de anoche ha dejado secuelas al menos no han sido demasiado importantes. Se me queda mirando cuando sacia su sed. Juraría que me ha sonreído.
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Han pasado varios meses desde aquella noche horrible. Las cosas no han mejorado. No pueden mejorar. Es viejo. Se me ha hecho viejo. Las pastillas “para mejorarle un poquito la circulación” del veterinario son una pura ilusión. El lo sabe. Yo lo se. Pero aún así se las doy todos los dias escondidas en un trozo de salchicha y juego a verlo algo más animado o con más ganas de moverse. Supongo que así trato de compensar la impotencia que siento al ver como se apaga cada dia. Son años.
Las últimas dos semanas han transcurrido como si fueran dos años. Su edad se ha manifestado y ha decidido emplearse con saña.Ha venido a reclamar todo lo que es suyo.
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Ya no es capaz de levantarse. Ni solo ni con ayuda. Vive en medio de sus inmundicias. Cada vez que lo lavo tarda horas en secar su pelaje. Su cuerpo tiembla como un hoja durante horas hasta que consigue volver a entrar en calor. No sé que es peor realmente si la higiene o la falta de ella. Pero al vivir conmigo ha de pagar su peaje y no le queda más remedio que soportar estoicamente las sucesivas sesiones de lavado.
Apenas come y si lo hace es solo cuando se le arrima la escudilla al alcance de su cabeza. Los pocos intentos que hace por levantarse acaban ya siempre con sus huesos en el suelo y cada vez más violentamente. Temo una posible fractura de muy difícil solución tal y como están las cosas. A pesar de todo cuando al pasar le acaricio la cabeza y le pregunto como está, me mueve el rabo con ganas. Las ganas con que lo hacía aquel cachorro que hace casi 17 años irrumpió en mi vida mordiéndome los dedos con dientes finos como alfileres.
Es puro sufrimiento. Hace tres días que llora sin consuelo. Hace tres días que mañana y noche lanza al aire su súplica. Hace tres días que su cuerpo se ha rebelado y le está castigando por dentro con una crueldad inusitada. He recordado algunos episodios en los que en estos años se ha enfrentado al dolor. He admirado profundamente su estoicismo, su dureza y su valor ante el padecimiento. Sin mover ni un músculo. Sin una queja. Sin un protesta.
Y ahora este vórtice de sufrimiento. Esta escalada tan intensa que no le deja descanso. Este vivir encerrado con la esencia del dolor y sin poder sacar de su cárcel de carne otro mensaje más que el puro llanto.
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Lo he estado pensando. Creo que yo hubiese querido que lo hiciera por mí. No creo en el dolor estéril. No creo en la vida por encima de todo. Creo que ha llegado la hora de dormirlo.
Dormirlo. Así lo lo ha llamado el veterinario. Dormirlo.
Vivimos en una cultura en la que nos protegemos demasiado de la muerte. Tratamos de poner distancia entre ella y nosotros. De alejarla de nuestro día a día. Suena a demasiado definitivo. Suena a irreversible. Suena a eterno.Y olvidamos que si hay algo cosustancial a la vida es la muerte. Y si hay algo que da un valor único a la existencia es la certeza de su final.
He decidido matarlo, o llevarlo a que lo maten. Es lo mismo. Me han sorprendido los demás. Me han sorprendido los niños. Me ha sorprendido mi mujer. Quieren estar. Quieren acompañarlo en este su último viaje. No quieren que se vaya enfermo, viejo y solo. Ha sido uno más de nosotros desde el primer día y lo seguirá siendo en este que será el último.
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Lo he colocado sobre una vieja manta para poder transportarlo. Sus patas hace ya mucho tiempo que no le sostienen. Lo he colocado suavemente en el maletero del coche y nos hemos subido todos. Hemos recorrido en silencio el corto trayecto hasta el veterinario. Los niños están sentados en los asientos traseros y han estado acariciándolo sin parar durante todo el trayecto. El coche a veces lo pone nervioso cuando se da cuenta que va al veterinario.
Está recostado en una mesa de metal. Tirita como si fuera enero pero estamos en Julio. Juego con su pelaje y se permite todavía lamerme con gratitud. El veterinario me cuenta como va a dormirlo mientras le afeita con esmero la zona de la pata donde pinchará su “coctel para soñar”. Nos miramos unos a otros. Cuando la aguja entra en su cuerpo son cuatro las manos que lo están acariciando. Cuatro los corazones que quieren latir con el suyo durante esos últimos instantes. Cuatro presencias cálidas rompiendo su soledad. Cuatro voces sordas expresando un “te quiero”.
Se ha muerto poco a poco. Sin dramatismos. Sin aspavientos.
Ha cerrado los ojos. Su respiración se ha aligerado. Se ha hecho más y más liviana. Hasta que hemos dejado de sentirla. No he podido evitar el llanto. Ninguno hemos podido. Creo que ni lo hemos intentado.
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Hoy se ha puesto a llover y le he abierto la puerta porque siempre le han asustado las tormentas. Al abrirla y buscarlo fuera me he dado cuenta que ya no está allí. También me he dado cuenta de que no se ha ido.

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