No imponía su talla ni su corpulencia. Era todo él. La mirada condescendiente, la risa potente, el gesto vivaz, el ademán casi chulesco, la forma de encender el cigarrillo o la facilidad para demoler un argumento, todo en medio de un aire travieso y suficiente.
De verbo fácil y cáustico, disfrutaba de la tertulia clásica, del tradicional despelleje hispánico pero eso sí, elevado a la categoría de disección y en cualquier ocasión o con cualquier pretexto que aquí en Andalucía, mira que nos gusta sentarnos a arreglar el mundo alrededor de unas cervezas y de paso echar un cigarrito, joder, que en todas las obras se fuma.
Su carácter se forjó en las calderas de Pedro Botero, bueno, en una de sus sucursales locales, como lo es la siembra de asfalto por esos campos de Dios para que sucios y pestilentes vehículos sean capaces de mancillar confortablemente hasta el rincón más perdido de esta tierra, que manda cojones hasta donde va llegar la jodida carreterita que me ha tocado esta vez y es que parece que estos politicastros de tres al cuarto como les sobra la pasta ya no saben que asfaltar, ahora que yo, mientras me coticen reglamentariamente soy capaz de asfaltar hasta el potorro de su madre cuadrando las correspondientes certificaciones de obras.
La ópera bufa de la vida le había reservado el papel de villano entre los villanos. Los dioses lo habían ungido para doblegar a los obreros que llevarían el diseño divino a su consistencia material. Ejercía a la vez de usurero de proveedores, de guardián de fideicomisos presupuestarios y de chivo expiatorio universal culpable de todo desastre grande o pequeño y de los medianos también ante trabajadores, proveedores, financieros y divinidades administrativas y es que todas las culpas son mías, compañero, que otra cosa no será pero marrones he comido los que me tocaban, los que eran tuyos, los que guardaban para este y alguno que otro más de propina.
Ese bregar de cada día le imprimió carácter y era un carácter tan contundente, tan incuestionable, tan sólido y tan fundamentado que su voz proyectada no planteaba dudas ni a chicos ni a grandes. Y fue con esa omnipotencia de voz con la que llenó mi primer recuerdo consciente suyo. Con la llegada del buen tiempo, la calle se convertía en un punto de encuentro de las gentes y estaba tan concurrida y era tan popular como la mejor tasca del pueblo y resultaba habitual encontrar tertulias en plena calle, en las que los grandes disfrutaban de los aromas del jazmín al romper y de los atardeceres colorados mientras los chicos gozaban de la relajación del régimen de vigilancia de los grandes, que mira que son pesados los padres como si nos fuera a pasar algo….
En uno de estos ratillos en los que el celo cedía una pequeña (hija mía por más señas) que con sus 4 años se consideraba ya toda una mujercita, decidió aprovechar para explorar el mundo más allá de esa carretera que era la frontera en la que los plastas de los mayores ponían límites a su autonomía y que algo chulo tiene que esconder que si no porqué tanto rollo con que no me acerque.
—¡Anaaaaaaaaaaaaa!
El grito retumbó por toda la calle. La niña había desarrollado la habilidad de elevar la escucha selectiva a la categoría de virtuosismo, de forma que, en circunstancias normales, hasta que no sonaba el quinto “Anaaaaaa” su oído no transmitía información alguna al cerebro. Contra todo pronóstico este mecanismo quedó anulado y ante esa sola voz la pequeña exploradora se detuvo en seco, justo al borde de la frontera y en el mismo instante que un camión de la basura cruzaba como una exhalación a solo dos palmos de su nariz respingona.
Aquel día contraje una deuda de gratitud con él de difícil liquidación y además se incorporó al imaginario infantil un nuevo ser amenazador al que invocar cuando surgían problemas de disciplina ya que la sola mención de su presencia provocaba miradas nerviosas hacia la puerta temiendo la irrupción furiosa y desatada del ogro que paralizaba a los niños que eran los únicos que no me temían y mira tú por dónde, ahora con vuestras coñas me miran con un respeto que más bien parece acojone.
Vivíamos en casas cuidadosamente alineadas cerca de la cima de una colina, que aunque idénticas en su concepción, enseguida fueron incorporando y proyectando la idiosincrasia de sus habitantes en medio de un ambiente libertario y un tanto anárquico, dando pie a un variopinto catálogo de toldos, ornamentos, tejadillos, azulejos, buzones, cancelas, techados, chambaos, enanos de jardín, halcones heráldicos, campanas, porterillos y hasta regios portones de madera claveteados. Esa relajación de costumbres dio pie a que los primeros habitantes de las casas, al ocuparlas se convencieran de su condición de señores feudales y que dentro de sus dominios nada ni nadie podía interferir sobre sus decisiones soberanas, aunque fueran tan peregrinas como el uso de los canales de drenaje de aguas pluviales como coquetos arriates donde plantar unas flores, unos pimientos, unas berenjenas o algún fragante jazmín para el patio y es que a qué cenutrio se le ocurrió cavar esa zanja tan horrible y dejarla sin adorno ni plantas, si aquí llueve poquísimo y estamos en lo alto de un monte.
Me desperté en medio de la noche y la primera sensación fue que un retén de bomberos desquiciados habían proyectado sus mangueras contra el tejado en un rapto de locura colectiva, tal era el ruido atronador con el que el agua se estrellaba sobre las casas. Aunque sin electricidad, mantuvimos una falsa sensación de seguridad hasta que mi perro, al que el piso superior le había sido vedado desde siempre, asomó la cabeza por la puerta del dormitorio y me dirigió una mirada en la que me decía que sí, que aquello estaba muy prohibido, pero que las cosas por ahí abajo se estaban poniendo muy feas y que más valdría que me pusiera las pilas. La visión del salón tenía tintes surrealistas. El suelo era una corriente de agua que atravesaba la casa desde atrás y que iba a escapar por delante, como si las torrenteras que siempre habían descendido por la colina no hicieran otra cosa que recuperar su cauce natural, hubiera casa en medio o no la hubiera. La reconversión de la fea acequia de drenaje en un hermoso y fértil vergel, tuvo como efecto secundario que el patio pasara a convertirse en estanque y que el nivel por encima de la rodilla, amenazara con irrumpir violentamente dentro la casa. La solución… abrir las puertas para dejar que el agua atravesara la casa sin obstáculos pero sin violencia. No en todas las casas fue igual.
En la suya, ya fuera por la orografía del terreno, por que los dioses se sintieron particularmente furiosos o porque el azar se conjuró en su contra los efectos fueron mucho peores y en vez de que el nivel alcanzara la rodilla allí se alzaba en mitad del pecho y en la cocina, que daba a su patio, se asistió al inquietante espectáculo de ver cómo el agua subía como desatada hasta alcanzar la mitad de la ventana. Y él llegó a la misma conclusión, que no era el momento de oponerse a una madre naturaleza desatada sino más bien de dar curso a sus fuerzas y lo tuve que arreglar a base de hachazos, y el agua y el barro me sentaron de culo de la fuerza con que me pegaron al colarse por los boquetes, que manda cojones la fuerza que tiene el agua.
Lo que se desató después pareció fraguarse en algún círculo indeterminado del Inferno de Dante en el que fantasmagóricas fuerzas de agua golpeaban sin piedad y arrastraban con el mismo ímpetu furioso el cubo de la basura o la muñeca de la infancia de la abuela que había visto el nacimiento de dos siglos. Con saña y con cólera los brazos de barro deshicieron brutalmente lo que hacía solo unos minutos era un hogar cálido y acogedor sembrando un manto de destrucción que se extendió por toda la casa y es que ni te imaginas hasta donde es capaz de colarse el jodido barro hasta que no te ves dentro de él, me cago en mi puta calavera.
Cuando todo se detuvo, se desveló poco a poco la saña de los elementos y sin duda se emplearon a fondo con él, como vengando toda una vida de lacerar los campos, de herir la tierra y mancillar su capa, de rasgar el velo de Gaia hasta emponzoñar su alma. Era un cuadro de desolación que se extendía por todas partes, una amalgama de madera, ropa, tierra, vegetación, masas amorfas entre las que se adivinaban libros, enseres de la casa, lámparas, ornamentos, cacharros de cocina, cortinas, vajillas destrozadas, muebles arrasados y esqueletos metálicos de lo que hace tan solo un rato eran arrogantes electrodomésticos representantes de la última tecnología, todo mezclado y aderezado de ese barro fino y persistente que es capaz de colarse por todas partes y por mi vida que cuando entra en tu casa no deja títere con cabeza ni rincón sin guarrear.
Poco a poco las calles se llenaban de vecinos que entre el miedo y la curiosidad asomaban fuera de sus casas viendo como torrentes de un marrón sucio y desvaído discurrían por doquier con los más pintorescos objetos, como si de una exposición surrealista se tratara. Al rato los corrillos proliferaban con gentes en pleno alarde de los muchos dedos de agua que inundaron el salón o porfiando los terribles destrozos de los que habían sido víctimas. Sin embargo aquel fue un día en el que se despertaron las conciencias, en el que la solidaridad fluyó con alegría por donde minutos antes lo hizo la riada y como una bendita epidemia las gentes se olvidaban de “mi pena” cuando se topaban con “su pena” y “su pena” era mucho más gorda. Las miserias de cada cual encogían ante la magnitud de la “Gran Miseria”, la de él, que desde el primer instante se debatía con furia tratando de imponer un orden imposible en aquel vórtice de caos salvaje. Y así fue como cuando trataba de levantar solo una enorme nevera que yacía como un viejo cachalote varado en medio de lo que fuera la concina, se sorprendió cuando otras dos manos surgieron de la nada aliviando su peso. Y a esas manos se habían unido otras dos, estas con las uñas pintadas y agarrando un escobón y otras dos con manchas negras de grasa y otras dos finas y huesudas y más manos por aquí y más manos por allí y eso que no pedí ayuda de nadie, que fue la gente que a veces tienen un corazón que no le cabe en el pecho.
Pudo más el corazón que la necesidad y se quedaron casas propias por atender mientras sus dueños se partían el lomo quitando barro y salvando muebles de esa “zona cero” que era su casa. No daba crédito. Él, que había cifrado su existencia en espolear haraganes en el tajo, que había perdido la voz y la sonrisa peleando con masas indolentes, él asistía pasmado hoy a un desembarco de seres diligentes que como una maquinaria bien engrasada iban poco a poco devolviendo aspecto de hogar a ese amorfo montón de escombros y aunque sabe Dios que no soy de lágrima fácil ni de moco tendido te tengo que reconocer que se me cogió un pellizco en las tripas aunque las lágrimas desde luego eran de rascarme los ojos con lo guarras que llevaba las manos.
Unos meses después esas escenas se habían perdido del imaginario común. Se había achicado agua, limpiado, pintado, tirado basura, renovado lo viejo, colocado lo nuevo, evaluado, fotografiado, llorado y perdido, culpado al político, escurrido el bulto, y prometido el oro y el moro. Habían acudido seres carroñeros a darse un banquete con las desgracias, aunque no volaban en círculo ni tenían plumas, venían de chaqueta y con una tarjeta del Consorcio de Seguros y se jactaban de su habilidad para exprimir la vanidad de las personas sencillas y convertir indemnizaciones suculentas en ridículas con el timo del infraseguro, si ya sabes lo de “señora y estos muebles que bonitos son… les costaría un buen pico y esa ropa es de primera se ve que la confección no es barata … y que de libros, aquí tienes usted la Biblioteca de Alejandría… “ y cuando toda orgullosa la señora firma pensando que al final le corresponde más, la rata le dice que no, que en su seguro estaba valorado por menos y que la diferencia la pierde, aunque hay que tener tripas para ganarse los cuartos así, como una auténtica alimaña.
Aunque olvidado, en su corazón todavía quedaba un resquicio, aquel donde se guardan con mimo los actos grandes, las gratitudes intensas, las pequeñas heroicidades y todo lo que nunca podrás pagar por muchas vidas que vivas y aunque ese era el caso, intentó anestesiar su conciencia con barbacoa, carnes tiernas y cerveza mientras la luna de agosto vigilaba con celo a las buenas almas de fiesta. Y aun así había que buscar hondo para sacarle una sonrisa y bucear en sus ojos para toparte con algún brillo fugaz fruto de la emoción y el cariño. Y es que el personaje engullía a la persona, era inevitable, como Frankenstein a Boris Karloff o Drácula a Christoher Lee. Y la noche avanzó como de puntillas, suavemente, entre risas y charlas, con una chuletita bien asada, con su cervecita helada y su cigarrito, coño, que hay que ver el trabajo que te cuesta soltarlo, joder y sacar ya un cigarrito que en todas las obras se fuma.
Me quedé el último. No era una novedad precisamente. Sí quizás el protocolo. Sí quizás el ademán. Sí quizás el gesto. Sí quizás el tono. Reconocer pecados no era su fuerte y chirriaba oírle hablar de propósito de enmienda, reconocer su carácter terrenal, dejar un resquicio abierto a tener debilidades o pensar que el beber o el fumar iba a afectarle como si fuera una colegiala con su faldita de tablas. Pero aquella noche sí, dejó una rendija de su alma sin blindar y reconoció que era su última noche de cervecitas y cigarritos, que no es que estuviera viejo, pero que igual andaba algo más cascado que cuando tenía veinte años aunque te voy a decir una cosa estas última cerveza me la quiero tomar contigo y disfrutarla despacito, a sorbitos frescos y cortos, como se debe disfrutar la vida, joder.
Se despertó como todos los días. Con una hora de tiempo para poder hacer todas sus cosas con tranquilidad. Pensando en que hoy comenzaba el resto de su vida y que ni los cigarritos ni las cervecitas iban a tener cojones de poder con él que era capaz de meter en vereda a una cuadrilla de perros muy perros con habilidades de escaqueo homologables en competiciones internacionales. Y mientras activaba el modo combate notó algo diferente. Normalmente la lucha empezaba en la oficina cada mañana y sin embargo hoy la resistencia se inició allí mismo y no era en su casa, ni con los suyos, ni con jefes o proveedores, ni con concejales o trabajadores. Era consigo mismo y estaba perdiendo. Asistía impotente al triste espectáculo de mandar a su brazo que se levantara y notar la insolencia de su negación, o de pujar por mover unas piernas que de pronto parecían de mármol o un corazón que de repente, manda cojones, dice que se para y me deja tirado, a mi … me cago en su puta calavera, que lo he cuidado con mimo durante cincuenta años, que no le ha faltado de nada, emociones y peleas, amores y odios, dolores y alegrías, pasiones y penas … Joder precisamente hoy después de mi última cerveza.
4 comentarios:
A lo mejor no le faltó de nada y precisamente eso fue lo que lo jodió, que los corazones no están hechos para las cosas malas y terminan reventando.
Me ha gustado mucho y me ha hecho pensar lo mucho que tengo que aprender sobre escribir y sobre sufrir.
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