sábado, 15 de noviembre de 2014

La derrota de Tango




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Esta noche apenas he podido dormir. No ha parado de ladrar en ningún momento. Ahora suena de un modo lastimero, casi sin voz. Ese ladrido que no hace tanto tiempo sonaba aterrador y poderoso se ha transformado en una letanía ronca, vivo reflejo de un sufrimiento profundo.

Cuando me acerco y lo acaricio me mira a los ojos. Me pide que actúe. Reconozco esa mirada. Es la misma con la que se acercaba de cachorro cojeando con una espina clavada en la almohadilla. Esa mirada que transmitía renuncia a sus instintos cuando me dejaba manipular su pata dolorida. Esa mirada de súplica y a la vez de confianza. Pero ahora nada puedo hacer por ayudarle.

Ahora resulta cruel y patética esa relación Dios-criatura que nos unió durante tantos años. Ahora que toca ejercer de verdad de Dios y que la omnipotencia se queda en impotencia.

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Le he dado un paracetamol. Se que es un puro ejercicio de desesperacion. Me ha dejado que meta mi mano entera dentro de su boca enorme para colocarle la pastilla dentro de la garganta. Sin resistencia. Sin queja. Me ha lamido agradecido. Su respiración sigue siendo entrecortada.

Ha amanecido. Me gustaría que no se quedara tumbado. En la vida de los perros, como en la de las personas, cuando renuncias a moverte es para sentarte a esperar a la muerte. Yo quiero alargar un poquito más sus días conmigo. No quiero que se vaya todavía de mi lado. Aun no me siento preparado.

Le ayudo a levantarse. Es un esfuerzo tremendo. Tiembla de pies a cabeza tratando de que sus viejas patas aguanten el peso de su cuerpo que sin embargo está famélico. El tiempo se llevó por delante a aquel cachorro lleno de vida al que había que controlar para que no se pusiera de pié y te lamiera la cara.

El tiempo. Cuando veo la saña con que se ha cebado en él no puedo evitar sentir el aviso. Sólo transcurre un poco más rápido en él que en mí, pero jugamos en el mismo tablero. Somos piezas diferentes dentro de un mismo juego. Un juego con las mismas reglas. Una reglas universales. Unas reglas crueles.

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Hacerlo bajar las escaleras para llevarlo a la calle es una tarea titánica.

― ¡Vamos Tango!. ¡Eso es.., despacito! Una frase de aliento para cada paso. Una agonía para cada escalón.

Puede que el esfuerzo. Puede que la emoción de lograr el objetivo. Puede que sencillamente haber llegado al límite de su aguante. Puede que todo a la vez. El caso es que la operación fracasa a un par de escalones de la calle. Su vejiga se vacía de forma torrencial. Me mira como pidiendo perdón. Sabe que está fuera de nuestros pactos. Sabe que eso no me hace feliz y él no quiere eso.

Nos miramos sin hablar. Una caricia. Un lametón. Está todo dicho.

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Me he despertado sobresaltado. Los golpes sonaban en el salón. Sonaban contra todos los muebles. Golpes sordos y enloquecidos. Salto de la cama y al encender la luz lo veo descontrolado. La mirada perdida. Los movimientos erráticos. A cada esfuerzo por levantarse seguía un choque y una caída. A cada caída una nueva lucha por ponerse en pie.

Por suerte los niños siguen durmiendo. Me lanzo sobre él para intentar parar ese macabro ballet desquiciado en el que cada paso acaba entre aullidos de dolor y desconcierto. Solo acierto a agarrarlo. Abrazo su enorme cuerpo.  Lo acaricio una y otra vez.

― Tranquilo amigo, tranquilo.

Su cuerpo parece no obedecer. Convulsiona. Tiembla. Se estremece. Trata de huir…
Estoy confuso. No sé como enfrentarme a la situación. Solo acierto a acariciarlo. Solo a susurrarle consuelo. Solo a tratar de evitar que se pueda hacer más daño.

Poco a poco se relaja. Sus músculos abandonan el paroxismo. Sigue respirando acelerado. Su boca se llena de espuma. Sus ojos giran fuera de control y cuando aciertan a encontrarse con los míos logran transmitir ese sentimiento entre el pánico y el desconcierto que se ha apoderado de él.

Pasan las horas. Lo he limpiado con una toalla que me ha traído mi mujer. He seguido acariciando su cabeza con suavidad y poco a poco ha pasado.

Ha debido ser una embolia. Después del desconcierto inicial he tenido tiempo para pensar. Los síntomas apuntan en esa dirección. Queda por saber cuánto daño. Queda por saber que ha quedado de él.

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Esta mañana le he encontrado de pié. Me ha movido el rabo a modo de saludo. Cuando le he abierto la puerta para salir a la terraza ha bebido con tantas ganas que he tenido que rellenarle su bebedero. Si el episodio de anoche ha dejado secuelas al menos no han sido demasiado importantes. Se me queda mirando cuando sacia su sed. Juraría que me ha sonreído.

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Han pasado varios meses desde aquella noche horrible. Las cosas no han mejorado. No pueden mejorar. Es viejo. Se me ha hecho viejo. Las pastillas “para mejorarle un poquito la circulación” del veterinario son una pura ilusión. El lo sabe. Yo lo se. Pero aún así se las doy todos los dias escondidas en un trozo de salchicha y juego a verlo algo más animado o con más ganas de moverse. Supongo que así trato de compensar la impotencia que siento al ver como se apaga cada dia. Son años.

Las últimas dos semanas han transcurrido como si fueran dos años. Su edad se ha manifestado y ha decidido emplearse con saña.Ha venido a reclamar todo lo que es suyo.

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Ya no es capaz de levantarse. Ni solo ni con ayuda. Vive en medio de sus inmundicias. Cada vez que lo lavo tarda horas en secar su pelaje. Su cuerpo tiembla como un hoja durante horas hasta que consigue volver a entrar en calor. No sé que es peor realmente si la higiene o la falta de ella. Pero al vivir conmigo ha de pagar su peaje y no le queda más remedio que soportar estoicamente las sucesivas sesiones de lavado.

Apenas come y si lo hace es solo cuando se le arrima la escudilla al alcance de su cabeza. Los pocos intentos que hace por levantarse acaban ya siempre con sus huesos en el suelo y cada vez más violentamente. Temo  una posible fractura de muy difícil solución tal y como están las cosas. A pesar de todo cuando al pasar le acaricio la cabeza y le pregunto como está, me mueve el rabo con ganas. Las ganas con que lo hacía aquel cachorro que hace casi 17 años irrumpió en mi vida mordiéndome los dedos con dientes finos como alfileres.

Es puro sufrimiento. Hace tres días que llora sin consuelo. Hace tres días que mañana y noche lanza al aire su súplica. Hace tres días que su cuerpo se ha rebelado y le está castigando por dentro con una crueldad inusitada. He recordado algunos episodios en los que en estos años se ha enfrentado al dolor. He admirado profundamente su estoicismo, su dureza y su valor ante el padecimiento. Sin mover ni un músculo. Sin una queja. Sin un protesta.

Y ahora este vórtice de sufrimiento. Esta escalada tan intensa que no le deja descanso. Este vivir encerrado con la esencia del dolor y sin poder sacar de su cárcel de carne otro mensaje más que el puro llanto.

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Lo he estado pensando. Creo que yo hubiese querido que lo hiciera por mí. No creo en el dolor estéril. No creo en la vida por encima de todo. Creo que ha llegado la hora de dormirlo.

Dormirlo. Así lo lo ha llamado el veterinario. Dormirlo.

Vivimos en una cultura en la que nos protegemos demasiado de la muerte. Tratamos de poner distancia entre ella y nosotros. De alejarla de nuestro día a día. Suena a demasiado definitivo. Suena a irreversible. Suena a eterno.Y olvidamos que si hay algo cosustancial a la vida es la muerte. Y si hay algo que da un valor único a la existencia es la certeza de su final.

He decidido matarlo, o llevarlo a que lo maten. Es lo mismo. Me han sorprendido los demás. Me han sorprendido los niños. Me ha sorprendido mi mujer. Quieren estar. Quieren acompañarlo en este su último viaje. No quieren que se vaya enfermo, viejo y solo. Ha sido uno más de nosotros desde el primer día y lo seguirá siendo en este que será el último.

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Lo he colocado sobre una vieja manta para poder transportarlo. Sus patas hace ya mucho tiempo que no le sostienen. Lo he colocado suavemente en el maletero del coche y nos hemos subido todos. Hemos recorrido en silencio el corto trayecto hasta el veterinario. Los niños están sentados en los asientos traseros y han estado acariciándolo sin parar durante todo el trayecto. El coche a veces lo pone nervioso cuando se da cuenta que va al veterinario.

Está recostado en una mesa de metal. Tirita como si fuera enero pero estamos en Julio. Juego con su pelaje y se permite todavía lamerme con gratitud. El veterinario me cuenta como va a dormirlo mientras le afeita con esmero la zona de la pata donde pinchará su “coctel para soñar”. Nos miramos unos a otros. Cuando la aguja entra en su cuerpo son cuatro las manos que lo están acariciando. Cuatro los corazones que quieren latir con el suyo durante esos últimos instantes. Cuatro presencias cálidas rompiendo su soledad. Cuatro voces sordas expresando un “te quiero”.

Se ha muerto poco a poco. Sin dramatismos. Sin aspavientos.

Ha cerrado los ojos. Su respiración se ha aligerado.  Se ha hecho más y más liviana. Hasta que hemos dejado de sentirla. No he podido evitar el llanto. Ninguno hemos podido. Creo que ni lo hemos intentado.

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Hoy se ha puesto a llover y le he abierto la puerta porque siempre le han asustado las tormentas. Al abrirla y buscarlo fuera me he dado cuenta que ya no está allí. También me he dado cuenta de que no se ha ido.

viernes, 5 de julio de 2013

Querido Melek

















Querido Melek


Recurro a dirigirme a ti por escrito después de haber agotado todos los recursos posibles para intentar expresar cara a cara todo un cúmulo de ideas, sensaciones y esperanzas que se han gestado, han mutado y han muerto en mí en los últimos meses.


Y es que seguramente será anticuado, poco práctico y nada operativo, pero a mí me enseñaron que los hombres se dicen las cosas cara a cara, que el valor radica en sostener la mirada del otro cuando tus palabras hieran, en aguantar el nudo de las tripas cuando sientes como tu interlocutor discrepa violentamente y en evitar esconderse detrás de las cosas o de las personas para abordar encuentros difíciles.

Así que valiente, lo que se dice muy valiente  … No. Seguro que no eres

Hace unos meses irrumpiste en nuestro pequeño ecosistema, directamente en la cima de la pirámide.

De todas las pirámides.

De pronto eras el macho alfa, el líder de la manada, el predador por excelencia.
Habías heredado el cetro de manos de un viejo macho cansado, de existencia patética, cuya imagen era el reflejo distorsionado en un espejo de feria de lo que en su día fue.

Su estampa era más triste que imponente.

No lideraba.  Apenas contenía a los cachorros.

Sobrevivía consciente a cada momento del fin que inexorable, se le venía encima, sabiendo que le sobraba trono por todas partes y de que apenas era capaz de entender los acontecimientos con los que se enfrentaba. Cuanto menos liderar el avance del grupo, esbozar las estrategias de futuro o planear las tácticas para abordar nuevos retos.

Y así, encogido y asustado, sin dignidad, sin drama, sin heroísmo… sucumbió a su destino.

Y como siempre desde el principio de los tiempos, inexorablemente, su cumplió el ciclo.
E irrumpiste tú. Melek.

Un cachorro de la mejor estirpe. Entrenado y enseñado a conciencia. Casi el puro antagonista del viejo macho: joven, vigoroso, seguro de ti mismo, arrogante, valiente y temerario, con una crianza intachable, casi diseñado para ese rol.

Naturalmente tu llegada fue recibida con esperanzas mesiánicas. Nos encontrábamos en las orillas del Mar Rojo y necesitábamos un Moisés que nos abriera un camino en medio de las aguas y nos dirigiera sin muchos rodeos directamente a la Tierra Prometida, en la que no hay crisis económica, llueve el maná y fluyen manantiales de leche y miel.

Pero claro, este tipo de utopías sólo las podemos encontrar en la Biblia, en el Corán (con perdón) y en algún que otro relato de los hermanos Grimm escrito durante un periodo particularmente alucinatorio.

Así que empezamos a toparnos con la realidad, realidad que tozudamente nos aleja del mundo de los deseos y nos arrastra por el barro de las verdades, realidad que desdibujó esta magnífica imagen tuya, propia de un héroe épico, hasta transformarla en la caricatura grotesca que es hoy.

Cuanto sufro, Melek, teniendo que escribirte todo esto.

Cuanto me gustaría poder decírtelo cara a cara, como los hombres se dicen las cosas.

Y si no lo hago, Melek, es porque tú valiente, … muy valiente … No eres.

Supongo que desde tu perspectiva de aprendiz de Demiurgo, la posibilidad de contar con materia primigenia para hacer las prácticas de sumo hacedor debió resultarte excitante, a la vez que la lógica consecuencia de tu propia naturaleza divina.

Sin embargo he de confesarte que la amalgama de seres que formamos parte de tu “materia primigenia”, no acogimos con especial ilusión este nuevo papel que debíamos desempeñar.

Para empezar, querido Melek, somos muchos los que no nos consideramos parte de ese magma amorfo e inerte cuya pura existencia solo tiene sentido para cumplir tus designios.
Te digo más, algunos ejercemos una abierta apostasía a este nuevo credo que pretende relegarnos a meros juguetes en manos de un dios menor.

Y es que, querido Melek, cuando decidiste dejar tu impronta en la historia, cuando te lanzaste a tejer tu personal cesto que te otorgara un lugar en el paraíso de los artesanos, olvidaste contar con los mimbres, y los mimbres no son secundarios. Su naturaleza da al cesto la consistencia y la textura, la fuerza y la resistencia, la calidad final y su esencia.

Te has creído a pie juntillas aquello de “Todos somos contingentes pero solo tú eres necesario”.

Y has ejercido tu poder, querido Melek, con soberbia, arrogancia y desprecio.

Cuando has empezado a ejercer me ha sorprendido descubrir dentro de tus innovadores principios rectores, los vestigios de algunos de los más rancios y deplorables esquemas adoptados por la humanidad.

Quizás, querido Melek, constituya un principio de máxima eficacia, el cercenar los contactos personales, el establecer un círculo de relaciones reducido, la clasificación y categorización de los individuos, el logro del respeto basado en el miedo, el ejercicio del control como sumo instrumento o de la desinformación como garante de sumisión.

Desde hace muchos años, en todas las culturas y en todas las latitudes ha habido líderes que como tú han recurrido al fácil ejercicio del poder por el poder. El miedo es siempre un poderoso aliado y un socorrido sustituto del respeto como legitimador del mando en ejercicio.

Sin embargo, querido Melek, permíteme albergar dudas sobre si el feudalismo es eficaz como moderno esquema organizativo, o si recuperar el sistema de castas hindú es una apuesta de futuro.

Dejando al margen las consideraciones relativas a la dignidad de las personas que supongo hay que contabilizar dentro del capítulo de pérdidas aceptables, quiero decirte, mi querido Melek, que es precisamente el equipo, son las personas, es la profesionalidad, la experiencia, el oficio, el saber hacer, los contactos, … lo que constituye nuestro patrimonio, nuestra herencia y nuestro tesoro mas fabuloso. Ese tesoro que tú has decidido despreciar sin siquiera evaluarlo, sin dar la menor oportunidad a su tasación, sin dejar que viera la luz cada joya para poder alardear de su brillo y su color.

Cuanto me gustaría decirte estas cosas a la cara Melek, cara a cara, como los hombres se dicen las cosas.

Y es una pena que no pueda hacerlo, querido Melek, porque por desgracia tu valiente, … lo que se dice muy valiente … no eres.

Tengo que decirte que aunque te sientas ungido por los Dioses, yo he crecido contaminado por esencias libertarias. En la forja de mi espíritu se ha fundido la igualdad con la dignidad, el derecho a expresarme con el deber de pensar por mí mismo, el sentirme rector de mis destinos con la pasión que pongo en las cosas que hago.

Y el resultado de esa aleación es un metal nada maleable, duro, firme, con alma, dúctil ante la razón pero difícil de deformar por la presión.         

En definitiva, querido Melek, has centrado tus esfuerzos en el juego de los Dioses, dándonos la espalda, desposeyéndonos de dignidad, despreciando la experiencia y el conocimiento y lanzándote en una loca espiral suicida. Y ese salto al vacío me parece lícito y admisible … siempre y cuando no nos arrastres en él.

Y es que, querido Melek, albergo dudas acerca de tus propósitos, de ese interés último que rige tus actos, de si el proyecto común en el que estamos involucrados es el mismo que tu defiendes. En definitiva si tu rol es de Demiurgo o en el fondo buscas ser un Melek exterminador, dispuesto a sacrificar a todo y a todos en aras de un bien que consideras más elevado y más digno de ser preservado a toda costa.

Y yo me temo, querido Melek, que ese bien que quieres preservar a toda costa no es otro que tu propio culo.

Y esto me hubiera gustado decírtelo cara a cara, como los hombres se dices las cosas, pero por desgracia esto no ha sido posible porque lo cierto es que valiente…, lo que se dice valiente. No eres.

Querido  Melek  no sabes cuánto siento tener que decirte estas cosas por escrito, pero como no me has dejado hacerlo de otra forma solo quería decirte, sin que albergues, ningún género de dudas, que si finalmente has estado socavando en vez de construyendo, sirviendo a intereses particulares en vez de a intereses generales, demoliendo en vez de levantando …

No voy a entender, querido Melek, este asunto como un mero avatar del destino, como una simple escaramuza, en una batalla amplia y global. Voy a entenderlo como un conflicto personal y quiero anunciarte que no cejaré en mi empeño hasta destruirte por completo.

Y eso me hubiera gustado decírtelo cara a cara, como los hombres se dicen las cosas, pero el problema es que tu valiente… lo que se dice muy valiente … No eres.

Recibe, querido Melek, mi saludo más afectuoso.  

La última cerveza.



­Al primer contacto resultaba un tanto áspero, con matices agrios y ácidos, con aromas mordaces e intencionados, con una enorme fuerza y contundencia que asomaban por detrás de sus ojos pequeños y entornados.
No imponía su talla ni su corpulencia. Era todo él. La mirada condescendiente, la risa potente, el gesto vivaz, el ademán casi chulesco, la forma de encender el cigarrillo o la facilidad para demoler un argumento, todo en medio de un aire travieso y suficiente.
De verbo fácil y cáustico, disfrutaba de la tertulia clásica, del tradicional despelleje hispánico pero eso sí, elevado a la categoría de disección y en cualquier ocasión o con cualquier pretexto que aquí en Andalucía, mira que nos gusta sentarnos a arreglar el mundo alrededor de unas cervezas y de paso echar un cigarrito, joder,  que en todas las obras se fuma.
Su carácter se forjó en las calderas de Pedro Botero, bueno,  en una de sus sucursales locales, como lo es la siembra de asfalto por esos campos de Dios para que sucios y pestilentes vehículos sean capaces de mancillar confortablemente hasta el rincón más perdido de esta tierra, que manda cojones hasta donde va llegar la jodida carreterita que me ha tocado esta vez y es que parece que estos politicastros de tres al cuarto como les sobra la pasta ya no saben que asfaltar, ahora que yo,  mientras me coticen reglamentariamente soy capaz de asfaltar hasta el potorro de su madre cuadrando las correspondientes certificaciones de obras.
La ópera bufa de la vida le había reservado el papel de villano entre los villanos. Los dioses lo habían ungido para doblegar a los obreros  que llevarían el diseño divino a su consistencia material. Ejercía a la vez de usurero de proveedores, de guardián de fideicomisos presupuestarios y de chivo expiatorio universal culpable de todo desastre grande o pequeño y de los medianos también ante trabajadores, proveedores, financieros y divinidades administrativas y es que todas las culpas son mías, compañero, que otra cosa no será pero marrones he comido los que me tocaban, los que eran tuyos, los que guardaban para este y alguno que otro más de propina.
Ese bregar de cada día le imprimió carácter y era un carácter tan contundente, tan incuestionable, tan sólido y tan fundamentado que su voz proyectada no planteaba dudas ni a chicos ni a grandes. Y fue con esa omnipotencia de voz con la que llenó mi primer recuerdo consciente suyo. Con la llegada del buen tiempo, la calle se convertía en un punto de encuentro de las gentes y estaba tan concurrida y era tan popular como la mejor tasca del pueblo y resultaba habitual encontrar tertulias en plena calle, en las que los grandes disfrutaban de los aromas del jazmín al romper y de los atardeceres colorados mientras los chicos gozaban de la relajación del régimen de vigilancia de los grandes, que mira que son pesados los padres como si nos fuera a pasar algo….
En uno de estos ratillos en los que el celo cedía una pequeña (hija mía por más señas) que con sus 4 años se consideraba ya toda una mujercita, decidió aprovechar para explorar el mundo más allá de esa carretera que era la frontera en la que los plastas de los mayores ponían límites a su autonomía y que algo chulo tiene que esconder que si no porqué tanto rollo con que no me acerque.
—¡Anaaaaaaaaaaaaa!
El grito retumbó por toda la calle. La niña había desarrollado la habilidad de elevar la escucha selectiva a la categoría de virtuosismo, de forma que, en circunstancias normales, hasta que no sonaba el quinto “Anaaaaaa” su oído no transmitía información alguna al cerebro. Contra todo pronóstico este mecanismo quedó anulado y ante esa sola voz la pequeña exploradora se detuvo en seco, justo al borde de la frontera y en el mismo instante que un camión de la basura cruzaba como una exhalación a solo dos palmos de su nariz respingona.
Aquel día contraje una deuda de gratitud con él de difícil liquidación y además se incorporó al imaginario infantil un nuevo ser amenazador al que invocar cuando surgían problemas de disciplina ya que la sola mención de su presencia provocaba miradas nerviosas hacia la puerta temiendo la irrupción furiosa y desatada del ogro que paralizaba a los niños que eran los únicos que no me temían y mira tú por dónde,  ahora con vuestras coñas me miran con un respeto que más bien parece acojone.
Vivíamos en casas cuidadosamente alineadas cerca de la cima de una colina, que aunque idénticas en su concepción, enseguida fueron incorporando y proyectando la idiosincrasia de sus habitantes en medio de un ambiente libertario y un tanto anárquico, dando pie a un variopinto catálogo de toldos, ornamentos, tejadillos, azulejos, buzones, cancelas, techados, chambaos, enanos de jardín, halcones heráldicos, campanas, porterillos y hasta regios portones de madera claveteados.  Esa relajación de costumbres dio pie a que los primeros habitantes de las casas, al ocuparlas se convencieran de su condición de señores feudales y que dentro de sus dominios nada ni nadie podía interferir sobre sus decisiones soberanas, aunque fueran tan peregrinas como el uso de los canales de drenaje de aguas pluviales como coquetos arriates donde plantar unas flores, unos pimientos, unas berenjenas o algún fragante jazmín para el patio y es que a qué cenutrio se le ocurrió cavar esa zanja tan horrible y dejarla sin adorno ni plantas, si aquí llueve poquísimo y  estamos en lo alto de un monte.
Me desperté en medio de la noche y la primera sensación fue que un retén de bomberos desquiciados habían proyectado sus mangueras contra el tejado en un rapto de locura colectiva, tal era el ruido atronador con el que el agua se estrellaba sobre las casas. Aunque sin electricidad, mantuvimos una falsa sensación de seguridad hasta que mi perro, al que el piso superior le había sido vedado desde siempre, asomó la cabeza por la puerta del dormitorio y me dirigió una mirada en la que me decía que sí, que aquello estaba muy prohibido, pero que las cosas por ahí abajo se estaban poniendo muy feas y que más valdría que me pusiera las pilas. La visión del salón tenía tintes surrealistas. El suelo era una corriente de agua que atravesaba la casa desde atrás y que iba a escapar por delante, como si las torrenteras que siempre habían descendido por la colina no hicieran otra cosa que recuperar su cauce natural, hubiera casa en medio o no la hubiera. La reconversión de la fea acequia de drenaje en un hermoso y fértil vergel, tuvo como efecto secundario que el patio pasara a convertirse en estanque y que el nivel por encima de la rodilla, amenazara con irrumpir violentamente dentro la casa. La solución… abrir las puertas para dejar que el agua atravesara la casa sin obstáculos pero sin violencia. No en todas las casas fue igual.
En la suya, ya fuera por la orografía del terreno, por que los dioses se sintieron particularmente furiosos o porque el azar se conjuró en su contra los efectos fueron mucho peores y en vez de que el nivel alcanzara la rodilla allí se alzaba en mitad del pecho y en la cocina, que daba a su patio, se asistió al inquietante espectáculo de ver cómo el agua subía como desatada hasta alcanzar la mitad de la ventana. Y él llegó a la misma conclusión, que no era el momento de oponerse a una madre naturaleza desatada sino más bien de dar curso a sus fuerzas y lo tuve que arreglar a base de hachazos, y el agua y el barro me sentaron de culo de la fuerza con que me pegaron al colarse por los boquetes, que manda cojones la fuerza que tiene el agua.
Lo que se desató después pareció fraguarse en algún círculo indeterminado del Inferno de Dante en el que fantasmagóricas fuerzas de agua golpeaban sin piedad y arrastraban con el mismo ímpetu furioso el cubo de la basura o la muñeca de la infancia de la abuela que había visto el nacimiento de dos siglos. Con saña y con cólera los brazos de barro deshicieron brutalmente lo que hacía solo unos minutos era un hogar cálido y acogedor sembrando un manto de destrucción que se extendió por toda la casa y es que ni te imaginas hasta donde es capaz de colarse el jodido barro hasta que no te ves dentro de él, me cago en mi puta calavera.
Cuando todo se detuvo, se desveló poco a poco la saña de los elementos y sin duda se emplearon a fondo con él, como vengando toda una vida de lacerar los campos, de herir la tierra y mancillar su capa, de rasgar el velo de Gaia hasta emponzoñar su alma. Era un cuadro de desolación que se extendía por todas partes, una amalgama de madera, ropa, tierra, vegetación, masas amorfas entre las que se adivinaban libros, enseres de la casa, lámparas, ornamentos, cacharros de cocina, cortinas, vajillas destrozadas, muebles arrasados y esqueletos metálicos de lo que hace tan solo un rato eran arrogantes electrodomésticos representantes de la última tecnología, todo mezclado y aderezado de ese barro fino y persistente que es capaz de colarse por todas partes y por mi vida que cuando entra en tu casa no deja títere con cabeza ni rincón sin guarrear.
Poco a poco las calles se llenaban de vecinos que entre el miedo y la curiosidad asomaban fuera de sus casas viendo como torrentes de un marrón sucio y desvaído  discurrían por doquier con los más pintorescos objetos, como si de una exposición surrealista se tratara. Al rato los corrillos proliferaban con gentes en pleno alarde de los muchos dedos de agua que inundaron el salón o porfiando los terribles destrozos de los que habían sido víctimas. Sin embargo aquel fue un día en el que se despertaron las conciencias, en el que la solidaridad fluyó con alegría por donde minutos antes lo hizo la riada y como una bendita epidemia las gentes se olvidaban de “mi pena” cuando se topaban con “su pena” y “su pena” era mucho más gorda. Las miserias de cada cual encogían ante la magnitud de la “Gran Miseria”, la de él, que desde el primer instante se debatía con furia tratando de imponer un orden imposible en aquel vórtice de caos salvaje. Y así fue como cuando trataba de levantar solo una enorme nevera que yacía como un viejo cachalote varado en medio de lo que fuera la concina, se sorprendió cuando otras dos manos surgieron de la nada aliviando su peso. Y a esas manos se habían unido otras dos, estas con las uñas pintadas y agarrando un escobón y otras dos con manchas negras de grasa y otras dos finas y huesudas y más manos por aquí y más manos por allí y eso que no pedí ayuda de nadie, que fue la gente que a veces tienen un corazón que no le cabe en el pecho.
Pudo más el corazón que la necesidad y se quedaron casas propias por atender mientras sus dueños se partían el lomo quitando barro y salvando muebles de esa “zona cero” que era su casa. No daba crédito. Él, que había cifrado su existencia en espolear haraganes en el tajo, que había perdido la voz y la sonrisa peleando con masas indolentes, él asistía pasmado hoy a un desembarco de seres diligentes que como una maquinaria bien engrasada iban poco a poco devolviendo aspecto de hogar a ese amorfo montón de escombros y aunque sabe Dios que no soy de lágrima fácil ni de moco tendido te tengo que reconocer que se me cogió un pellizco en las tripas aunque las lágrimas desde luego eran de rascarme los ojos con lo guarras que llevaba las manos.
Unos meses después esas escenas se habían perdido del imaginario común. Se había achicado agua, limpiado, pintado, tirado basura, renovado lo viejo, colocado lo nuevo, evaluado, fotografiado, llorado y perdido, culpado al político, escurrido el bulto, y prometido el oro y el moro. Habían acudido seres carroñeros a darse un banquete con las desgracias, aunque no volaban en círculo ni tenían plumas, venían de chaqueta y con una tarjeta del Consorcio de Seguros y se jactaban de su habilidad para exprimir la vanidad de las personas sencillas y convertir indemnizaciones suculentas en ridículas con el timo del infraseguro, si ya sabes lo de “señora y estos muebles que bonitos son… les costaría un buen pico y esa ropa es de primera se ve que la confección no es barata … y que de libros,  aquí tienes usted la Biblioteca de Alejandría… “ y cuando toda orgullosa la señora firma pensando que al final le corresponde más, la rata le dice que no, que en su seguro estaba valorado por menos y que la diferencia la pierde, aunque hay que tener tripas para ganarse los cuartos así, como una auténtica alimaña.
Aunque olvidado, en su corazón todavía quedaba un resquicio, aquel donde se guardan con mimo los actos grandes, las gratitudes intensas, las pequeñas heroicidades y todo lo que nunca podrás pagar por muchas vidas que vivas y aunque ese era el caso, intentó anestesiar su conciencia con barbacoa, carnes tiernas y cerveza mientras la luna de agosto vigilaba con celo a las buenas almas de fiesta. Y aun así había que buscar hondo para sacarle una sonrisa y bucear en sus ojos para toparte con algún brillo fugaz fruto de la emoción y el cariño. Y es que el personaje engullía a la persona, era inevitable, como Frankenstein a Boris Karloff o Drácula a Christoher Lee. Y la noche avanzó como de puntillas, suavemente, entre risas y charlas, con una chuletita bien asada, con su cervecita helada y su cigarrito, coño, que hay que ver el trabajo que te cuesta soltarlo, joder y sacar ya un cigarrito que en todas las obras se fuma.
Me quedé el último. No era una novedad precisamente. Sí quizás el protocolo. Sí quizás el ademán. Sí quizás el gesto. Sí quizás el tono. Reconocer pecados no era su fuerte y chirriaba oírle hablar de propósito de enmienda, reconocer su carácter terrenal, dejar un resquicio abierto a tener debilidades o pensar que el beber o el fumar iba a afectarle como si fuera una colegiala con su faldita de tablas. Pero aquella noche sí, dejó una rendija de su alma sin blindar y reconoció que era su última noche de cervecitas y cigarritos, que no es que estuviera viejo, pero que igual andaba algo más cascado que cuando tenía veinte años aunque te voy a decir una cosa estas última cerveza me la quiero tomar contigo y disfrutarla despacito, a sorbitos frescos y cortos, como se debe disfrutar la vida, joder.
Se despertó como todos los días. Con una hora de tiempo para poder hacer todas sus cosas con tranquilidad. Pensando en que hoy comenzaba el resto de su vida y que ni los cigarritos ni las cervecitas iban a tener cojones de poder con él que era capaz de meter en vereda a una cuadrilla de perros muy perros con habilidades de escaqueo homologables en competiciones internacionales. Y mientras activaba el modo combate notó algo diferente. Normalmente la lucha empezaba en la oficina cada mañana y sin embargo hoy la resistencia se inició allí mismo y no era en su casa, ni con los suyos, ni con jefes o proveedores, ni con concejales o trabajadores. Era consigo mismo y estaba perdiendo. Asistía impotente al triste espectáculo de mandar a su brazo que se levantara y notar la insolencia de su negación, o de pujar por mover unas piernas que de pronto parecían de mármol o un corazón que de repente, manda cojones, dice que se para y me deja tirado, a mi … me cago en su puta calavera, que lo he cuidado con mimo durante cincuenta años, que no le ha faltado de nada, emociones y peleas, amores y odios, dolores y alegrías, pasiones y penas … Joder precisamente hoy después de mi última cerveza.

miércoles, 19 de junio de 2013

La epidemia de cólicos nefríticos

Y lo cierto es que hoy no hay nada que celebrar. A pesar de ser una día más, un día del montón,  un día como tantos otros… Javier necesita un esfuerzo suplementario para reconstruir en su mente las últimas horas vividas.
Pero bueno... ¿Donde vais con tantas prisas? Una cervecita rápida... —es la conjura de las bestias del Averno.


Javier se conoce razonablemente bien y es muy consciente de que es capaz de resistirlo todo menos la tentación. En los últimos tiempos la tentación se encarna en su compinche José Luis.


Si el destino de vez en cuando juega con nosotros con carambolas extrañas con José Luis se divierte especialmente. Después de elaborar las más inverosímiles figuras que le llevaron a incomunicar una región militar un día de resacón o a volar un lanrover haciendo pruebas con carburo, un buen día lo empaqueta y lo manda a la costa, a él, que es más de secano que un saco de garbanzos.


José Luis es libre. Es algo más que libre. Es libérrimo. Su único compromiso en la vida son las horas que dedica al trabajo. Esas horas se multiplican porque José Luis ha llegado a la ciudad de la mano de su puesto de trabajo. Su especialización y total disponibilidad lo han convertido en candidato ideal. Se pasa días, tardes y noches, a veces seguidas, velando por el funcionamiento de un ordenador enorme, ruidoso, carísimo y necesitado de mimos a todas horas como un bebé.


José Luis no conoce a nadie en la ciudad, aunque de pronto te das cuenta que a José Luis lo conoce todo el mundo. Es una bestia social. Es capaz de congeniar con ángeles y demonios, con varones y con hembras, con intelectuales y con ceporros. Es de todos pero no es de nadie. Porque José Luis es libre.


Venga, solo una. Te prometo que después yo mismo te echo a patadas.— Palabras deslizadas tras una sonrisa tan socarrona que no había alma cándida en el mundo que se tragara semejante farsa.
Ayer me dijiste lo mismo y a las diez de la noche, notablemente perjudicado,  llamé a mi casa para avisar que no iba a almorzar —fue el débil contraargumento.
Joder, pero es que con una cerveza solo … te ibas cojo —afirma José Luis con una gravedad tal que no queda más remedio que reconocer lo impropio que habría resultado deambular cojo de cervezas por la vida.


A Javier le puede la tentación. A Javier le puede José Luis. A Javier le puede el clima. El clima aquí en el sur es mucho clima. Después de dejar pasar la jornada en la penumbra del despacho, imbuido en el prosaico mundo de la lógica y la programación,  el contacto con el exterior es como una súbita inyección de vida. La luz, los colores vivos, el aire cálido, los matices de sal que flotan en el ambiente, la gente que pasea y te mira a los ojos con una sonrisa… se alían en conjura cerrada contra el pobre Javier que en el fondo piensa que debe ser pecado dejar pasar tanto regalo de la divina providencia.


Que te quede claro. Esta vez ni cojo, ni manco ni tuerto. Me tomo una cervecita y me voy cagando leches. Todavía me queda alguna pieza dental a la que guardo cierto cariño y como me líes otra vez la perderé al llegar a casa.— Todo dicho con tan poca convicción que más parecía una letanía que una verdadera declaración de intenciones.
Venga hombre… después de pasarte todo el día trabajando… una cervecita rápida.— José Luis no se da por vencido fácilmente.


Una cervecita rápida.


Javier sabe que la frase es una especie de broma paradójica. Aunque lo pudiera parecer por los resultados, no se trata sencillamente de jugar con las palabras. En el ánimo de los presentes está disfrutar de esa cerveza para después continuar los quehaceres y obligaciones previamente planificadas.


Una cervecita rápida.


La capacidad de convocatoria de José Luis es absolutamente impresionante. Cuando finalmente Javier asoma  por el bar ya hay una avanzadilla que ha conquistado un amplio territorio en la barra estableciendo una cabeza de playa que garantice una eficaz distribución de suministros. Esta hábil maniobra se agradece en especial en un campo de batalla tan hostil como lo es un bar lleno hasta las trancas.


Javier avanza con dificultad hacia la cabeza de puente, donde José Luis distribuye con eficacia bebidas, siempre pendiente de que nadie se quede con su copa vacía.


Bebe ahí… cerveza. —es toda la explicación que ofrece a una compañera mientras le cambia su copa vacía por otra llena.  Ella entre airadas protestas y promesas de que en su casa la matan se deja seducir dando un largo sorbo a su bebida.


Cuando Javier se quiere dar cuenta, se ha visto sometido a la maniobra “Bebe ahí… cerveza” del orden de cinco o seis veces. Como si de un arma nuclear se tratara, tras el detonante convencional, la reacción en cadena se dispara y las sucesivas “Bebe ahí… cerveza” se suceden ya sin concurso de agentes exteriores.


La maniobra “Bebe ahí… cerveza” poco a poco va provocando efectos devastadores. Pese al rechazo de la comunidad internacional de físicos teóricos, el continuo espacio-tiempo se ve sensiblemente alterado. Las posibilidades de escapar al campo gravitatorio del bar disminuyen de forma ostensible, a la vez que el tiempo sufre una suerte de alteración tal, que cuando se mira el reloj ha pasado un número de horas inversamente proporcional al rato que crees llevar pegado a la barra.


Los intentos de Javier por desarrollar esta línea argumental al llegar a casa como justificación ante un horario de llegada cuando menos pintoresco, han derivado en resultados absolutamente desastrosos en parte por la falta de base de fundamentos de física en su casa y en parte por el insólito dominio de lenguas eslavas que suele desarrollar Javier en estos estadios.


Ya te estás guardando eso.— Ofendido, José Luis da detalles muy precisos del lugar adecuado para albergar el billete que Javier pugna por depositar en el pequeño platito donde reposa un ticket largo como un día sin pan.


José Luis no es rico. No lo es por cuna. No lo es por salario. Y no lo es porque no tiene nada suyo. A la lucha encarnizada que supone escapar cada día de la “cervecita rápida” se une el terrible problema de intentar evitar que José Luis pague hasta la deuda exterior argentina si nos la cargan en la factura de un bar.


Una cervecita rápida.


Ha terminado la primera batalla. El grupo inicial ha sufrido bajas notables. Muchos de los efectivos han tenido que retirarse en un estado realmente lamentable. El resto desestimó hace horas la posibilidad de desarrollar cualquier clase de actividad que supusiera una participación mínima de un neocortex funcional.


Vámonos a “las calitas” a tomarnos la penúltima. —sugiere José Luis con un deje que no deja dudas acerca de la naturaleza de su ingesta reciente.
Vale pero yo me llevo ya mi vespa para no tener que volver a por ella.— La voz de Javier se muestra a todas luces mucho menos perjudicada.
Llévame… anda no seas mamón.
Solo tengo un casco.
No importa. Yo me escondo detrás de ti y no me ve nadie. Venga, que el resto se ha ido ya en taxi para allá …
Vale pero nada de hacer el gilipollas.— Javier no conserva esperanzas reales de que José Luis vaya a actuar de una forma muy sensata, pero queda dicho.
“Las calitas” se encuentran en un antiguo barrio de pescadores de la ciudad. Pasó de ser alojamiento de gente con escasos recursos a ser una zona privilegiada junto al mar, con una oferta enorme de bares y restaurantes aunque manteniendo su sabor tradicional de casas bajas y callejuelas estrechas e intrincadas.


Sin duda el escenario perfecto para emplear una vespa como medio de desplazamiento, aunque probablemente el peor escenario posible para un piloto y un copiloto expuestos ampliamente a los efectos devastadores de sucesivos ciclos de “Bebe ahí… cerveza”.


Coño esto es como en la feria. ¡Yupiiii!


José Luis estate quietecito que vas a poner todo el barrio perdido de dientes.
¡Dale candela!. ¡Retuércele la oreja a la burra!, que pareces la Barbie motorista.


El eslalon de Javier a través del retorcido entramado de calles se ve particularmente entorpecido por un José Luis que desde el asiento trasero de la vespa, además de dar voces como un poseso, oscila de un lado a otro como un metrónomo dislocado mientras se agarra las gafas con las manos.


En la última curva, justo antes de llegar, Javier escucha un golpe seco, como cuando tratas de abrir un coco. Javier continúa hasta su destino. El resto de las huestes esperan la llegada de los motoristas en la puerta del local fumando y riendo.


Jose Luis, pero… ¿Qué coño tienes en la cabeza?.— Con gesto asustado se acerca una de las compañeras mientras le toca suavemente con la mano.
¡Joder!. ¡Es sangre! ¡Te has abierto la cabeza pedazo de animal!.—sugirió la chica con no demasiado tacto.
Entre las peculiaridades de José Luis nunca se ha destacado de una forma especial la delicadeza en ninguna de sus posibles manifestaciones. Es inmune al frío y al calor, capaz de deleitarse con retransmisiones de operaciones quirúrgicas espeluznantes, de ingerir cantidades de alcohol propias de mayoristas sin sufrir efectos aparentes… o de abrirse la cabeza sin darse ni cuenta.


Javier dirige el haz de luz de la vespa hacia la cabeza de José Luis. En efecto una aparatosa grieta luce en su frente manando sangre como resultado de impactar contra la última esquina de la calle a causa del movimiento oscilatorio que, entre voces e improperios, mantenía con el fin de dar emoción al trayecto en moto.


Aparentemente no es mucho, pero eso te lo tendrán que ver, no vayas a tener algo cascado por ahí dentro.— Javier se dispone a llevar a José Luis al centro de urgencias más cercano.
Ya está la Barbie motorista … ¡Que esto no es nada! Esto se cura con Jameson con hielo.— José Luis intenta entrar en el local aunque finalmente cede ante la presión de los demás y vuelve a subir a la vespa.
La ciudad a esas horas está casi desierta, por lo que Javier tras salir del pequeño laberinto del barrio de pescadores enfila calles principales por las que se desplaza rápidamente hacia el hospital.


El trayecto es fresco pero agradable. Cuando Javier recorre la principal arteria del centro de la ciudad se da cuenta que José Luis está golpeándole en la espalda mientras se ríe como una hiena.


¿Qué coño pasa?, ¿De qué te ries?.— Javier intenta averiguar si el impacto ha supuesto ya el golpe de gracia para la maltrecha psiquis de José Luis.
Ja ja ja ja ja ja
¿Me quieres decir que te pasa?
Ja ja ja ja ja ja. Me meo
¿Que te pasa tío?
¡Las gafas!
¿Qué le pasa a tus gafas?
Que se me cayeron frente a “el Corte Inglés”. —consigue articular después de muchos esfuerzos.
Entre tanto la vespa ha atravesado media ciudad. Javier se vuelve para enfrentarse con la pintoresca imagen de un individuo, al que sin sus gafas casi no reconoce, sumido en un ataque de risa sin control, congestionado hasta límites casi explosivos y con un aparatoso pañuelo ensangrentado alrededor de la cabeza, como un personaje recién escapado de Los Miserables.


Las gafas


El rescate de las gafas da origen a una nueva yincana nocturna. Esta vez el objetivo es conseguir volver sobre los pasos dados y rescatar el frágil objeto que reposa en alguna parte sobre la carretera y frente a “El Corte Inglés”. Y se trata de llegar antes de que algún otro vehículo decida convertirlas en un modelo extraplano.


Resulta complicado buscar un hueco donde dar la vuelta. Tras lograrlo se inicia una carrera desenfrenada en dirección contraria. Frente a “El Corte Inglés” la vespa se detiene y sus ocupante buscan casi a tientas las gafas perdidas por el asfalto.


—Aquí no se ve una mierda.— José Luis se queja de la oscuridad de la zona.


—Tu sin gafas ves menos que un topo tuerto. No verías tus gafas ni aunque las tuvieras ante tus mismísimas narices.— Javier rastrea minuciosamente los alrededores.


Algún dios menor, probablemente Baco, se apiada de la expedición y en medio de un charco grasiento, llenas de mugre y asquerosas pero intactas, las gafas son recuperadas y colocadas en su sitio.


Huelga decir que dada la hora, los niveles de intoxicación etílica y el golpe recibido,  José Luis se coloca las gafas sin demasiados alardes higiénicos. El aspecto, ya de por sí lamentable, empeora sensiblemente cuando a la sangre seca, la congestión y el vendaje se incorporan manchas de grasa y mugre componiendo un cuadro a medio camino entre terror gore y película de Torrente.


Javier vuelve a arrancar la vespa. José Luis se sube no sin ciertas dificultades.


—Por el amor de Dios José Luis. Agárrate con fuerza las gafas, la cabeza y cualquier otra parte móvil o colgante que puedas perder en el trayecto.— Javier comienza a albergar dudas sobre si la noche acabará en un centro hospitalario, en un tanatorio o en una institución psiquiátrica.


Finalmente realizan una entrada triunfal en las urgencias del centro hospitalario. Con galana apostura los dos peculiares donceles descabalgan de su negro corcel de acero y con un paso pretendidamente firme se acercan a una enfermera que los mira aproximarse con gesto de hastío mientras levanta los ojos en mudo gesto de súplica.


—Buenas noches. Que venía porque me he abierto la cabeza. —explica José Luis a la enfermera.


—Jamás lo habría sospechado. —comenta la enfermera mientras admira el aparatoso vendaje. — ¿Accidente de tráfico?


—Que vá … me he abierto la cabeza contra el quicio de una casa que estaba mal señalizada.


—Abstemio ¿no?.


—¿Como lo ha notado usted?


—Intuición femenina. Siéntense en la sala de espera. Le avisarán por megafonía.


Javier y José Luis se sientan en frente de la puerta. José Luis sigue bajo los efectos combinados de los litros de cerveza y el contundente golpe. Su discurso es cuando menos errático.


Sus conocimientos atesorados en decenas de noches de insomnio frente a cualquier programación de corte médico se abren camino entre los vapores etílicos capacitándolo a su juicio para comenzar a emitir diagnósticos.


—¿Ese? … Ese tiene un cólico nefrítico.— José Luis señala a un anciano al que bajan en camilla con ciertas dificultades. El pobre hombre lo mira entre curioso y resignado a su suerte.


Una madre con una niña de corta edad asoma por la puerta. La cría llora de forma inconsolable.


—Pero hombre … ¿No ves que esa niña tiene un cólico nefrítico?.— Jose Luis sentencia mientras la madre se apresura a acercarse a recepción por el extremo más alejado posible al diagnosticador.
—Ya te vale doctor.


—¿Como ya te vale? … ¿No ves aquél? ¡Cólico nefrítico de libro!.— El paciente, que ingresa en silla de ruedas con un aparatoso vendaje en la pierna, mira a José Luis con un más que evidente deseo de fulminar a semejante individuo con la mirada.


—Pero bueno … que mierda de servicio médico es éste. Una epidemia de cólicos nefríticos y aquí el personal dedicado a la meditación trascendental.


Ante el cariz que van adquiriendo los acontecimientos el caso de José Luis adelanta varios puestos y rápidamente es anunciado por megafonía.


José Luis desaparece tras las puertas de la consulta tres no sin antes sentenciar con gravedad a la enfermera


—Señorita que sepa que esa cara de alcachofa que tiene es debida a un cólico nefrítico.