miércoles, 19 de junio de 2013

La epidemia de cólicos nefríticos

Y lo cierto es que hoy no hay nada que celebrar. A pesar de ser una día más, un día del montón,  un día como tantos otros… Javier necesita un esfuerzo suplementario para reconstruir en su mente las últimas horas vividas.
Pero bueno... ¿Donde vais con tantas prisas? Una cervecita rápida... —es la conjura de las bestias del Averno.


Javier se conoce razonablemente bien y es muy consciente de que es capaz de resistirlo todo menos la tentación. En los últimos tiempos la tentación se encarna en su compinche José Luis.


Si el destino de vez en cuando juega con nosotros con carambolas extrañas con José Luis se divierte especialmente. Después de elaborar las más inverosímiles figuras que le llevaron a incomunicar una región militar un día de resacón o a volar un lanrover haciendo pruebas con carburo, un buen día lo empaqueta y lo manda a la costa, a él, que es más de secano que un saco de garbanzos.


José Luis es libre. Es algo más que libre. Es libérrimo. Su único compromiso en la vida son las horas que dedica al trabajo. Esas horas se multiplican porque José Luis ha llegado a la ciudad de la mano de su puesto de trabajo. Su especialización y total disponibilidad lo han convertido en candidato ideal. Se pasa días, tardes y noches, a veces seguidas, velando por el funcionamiento de un ordenador enorme, ruidoso, carísimo y necesitado de mimos a todas horas como un bebé.


José Luis no conoce a nadie en la ciudad, aunque de pronto te das cuenta que a José Luis lo conoce todo el mundo. Es una bestia social. Es capaz de congeniar con ángeles y demonios, con varones y con hembras, con intelectuales y con ceporros. Es de todos pero no es de nadie. Porque José Luis es libre.


Venga, solo una. Te prometo que después yo mismo te echo a patadas.— Palabras deslizadas tras una sonrisa tan socarrona que no había alma cándida en el mundo que se tragara semejante farsa.
Ayer me dijiste lo mismo y a las diez de la noche, notablemente perjudicado,  llamé a mi casa para avisar que no iba a almorzar —fue el débil contraargumento.
Joder, pero es que con una cerveza solo … te ibas cojo —afirma José Luis con una gravedad tal que no queda más remedio que reconocer lo impropio que habría resultado deambular cojo de cervezas por la vida.


A Javier le puede la tentación. A Javier le puede José Luis. A Javier le puede el clima. El clima aquí en el sur es mucho clima. Después de dejar pasar la jornada en la penumbra del despacho, imbuido en el prosaico mundo de la lógica y la programación,  el contacto con el exterior es como una súbita inyección de vida. La luz, los colores vivos, el aire cálido, los matices de sal que flotan en el ambiente, la gente que pasea y te mira a los ojos con una sonrisa… se alían en conjura cerrada contra el pobre Javier que en el fondo piensa que debe ser pecado dejar pasar tanto regalo de la divina providencia.


Que te quede claro. Esta vez ni cojo, ni manco ni tuerto. Me tomo una cervecita y me voy cagando leches. Todavía me queda alguna pieza dental a la que guardo cierto cariño y como me líes otra vez la perderé al llegar a casa.— Todo dicho con tan poca convicción que más parecía una letanía que una verdadera declaración de intenciones.
Venga hombre… después de pasarte todo el día trabajando… una cervecita rápida.— José Luis no se da por vencido fácilmente.


Una cervecita rápida.


Javier sabe que la frase es una especie de broma paradójica. Aunque lo pudiera parecer por los resultados, no se trata sencillamente de jugar con las palabras. En el ánimo de los presentes está disfrutar de esa cerveza para después continuar los quehaceres y obligaciones previamente planificadas.


Una cervecita rápida.


La capacidad de convocatoria de José Luis es absolutamente impresionante. Cuando finalmente Javier asoma  por el bar ya hay una avanzadilla que ha conquistado un amplio territorio en la barra estableciendo una cabeza de playa que garantice una eficaz distribución de suministros. Esta hábil maniobra se agradece en especial en un campo de batalla tan hostil como lo es un bar lleno hasta las trancas.


Javier avanza con dificultad hacia la cabeza de puente, donde José Luis distribuye con eficacia bebidas, siempre pendiente de que nadie se quede con su copa vacía.


Bebe ahí… cerveza. —es toda la explicación que ofrece a una compañera mientras le cambia su copa vacía por otra llena.  Ella entre airadas protestas y promesas de que en su casa la matan se deja seducir dando un largo sorbo a su bebida.


Cuando Javier se quiere dar cuenta, se ha visto sometido a la maniobra “Bebe ahí… cerveza” del orden de cinco o seis veces. Como si de un arma nuclear se tratara, tras el detonante convencional, la reacción en cadena se dispara y las sucesivas “Bebe ahí… cerveza” se suceden ya sin concurso de agentes exteriores.


La maniobra “Bebe ahí… cerveza” poco a poco va provocando efectos devastadores. Pese al rechazo de la comunidad internacional de físicos teóricos, el continuo espacio-tiempo se ve sensiblemente alterado. Las posibilidades de escapar al campo gravitatorio del bar disminuyen de forma ostensible, a la vez que el tiempo sufre una suerte de alteración tal, que cuando se mira el reloj ha pasado un número de horas inversamente proporcional al rato que crees llevar pegado a la barra.


Los intentos de Javier por desarrollar esta línea argumental al llegar a casa como justificación ante un horario de llegada cuando menos pintoresco, han derivado en resultados absolutamente desastrosos en parte por la falta de base de fundamentos de física en su casa y en parte por el insólito dominio de lenguas eslavas que suele desarrollar Javier en estos estadios.


Ya te estás guardando eso.— Ofendido, José Luis da detalles muy precisos del lugar adecuado para albergar el billete que Javier pugna por depositar en el pequeño platito donde reposa un ticket largo como un día sin pan.


José Luis no es rico. No lo es por cuna. No lo es por salario. Y no lo es porque no tiene nada suyo. A la lucha encarnizada que supone escapar cada día de la “cervecita rápida” se une el terrible problema de intentar evitar que José Luis pague hasta la deuda exterior argentina si nos la cargan en la factura de un bar.


Una cervecita rápida.


Ha terminado la primera batalla. El grupo inicial ha sufrido bajas notables. Muchos de los efectivos han tenido que retirarse en un estado realmente lamentable. El resto desestimó hace horas la posibilidad de desarrollar cualquier clase de actividad que supusiera una participación mínima de un neocortex funcional.


Vámonos a “las calitas” a tomarnos la penúltima. —sugiere José Luis con un deje que no deja dudas acerca de la naturaleza de su ingesta reciente.
Vale pero yo me llevo ya mi vespa para no tener que volver a por ella.— La voz de Javier se muestra a todas luces mucho menos perjudicada.
Llévame… anda no seas mamón.
Solo tengo un casco.
No importa. Yo me escondo detrás de ti y no me ve nadie. Venga, que el resto se ha ido ya en taxi para allá …
Vale pero nada de hacer el gilipollas.— Javier no conserva esperanzas reales de que José Luis vaya a actuar de una forma muy sensata, pero queda dicho.
“Las calitas” se encuentran en un antiguo barrio de pescadores de la ciudad. Pasó de ser alojamiento de gente con escasos recursos a ser una zona privilegiada junto al mar, con una oferta enorme de bares y restaurantes aunque manteniendo su sabor tradicional de casas bajas y callejuelas estrechas e intrincadas.


Sin duda el escenario perfecto para emplear una vespa como medio de desplazamiento, aunque probablemente el peor escenario posible para un piloto y un copiloto expuestos ampliamente a los efectos devastadores de sucesivos ciclos de “Bebe ahí… cerveza”.


Coño esto es como en la feria. ¡Yupiiii!


José Luis estate quietecito que vas a poner todo el barrio perdido de dientes.
¡Dale candela!. ¡Retuércele la oreja a la burra!, que pareces la Barbie motorista.


El eslalon de Javier a través del retorcido entramado de calles se ve particularmente entorpecido por un José Luis que desde el asiento trasero de la vespa, además de dar voces como un poseso, oscila de un lado a otro como un metrónomo dislocado mientras se agarra las gafas con las manos.


En la última curva, justo antes de llegar, Javier escucha un golpe seco, como cuando tratas de abrir un coco. Javier continúa hasta su destino. El resto de las huestes esperan la llegada de los motoristas en la puerta del local fumando y riendo.


Jose Luis, pero… ¿Qué coño tienes en la cabeza?.— Con gesto asustado se acerca una de las compañeras mientras le toca suavemente con la mano.
¡Joder!. ¡Es sangre! ¡Te has abierto la cabeza pedazo de animal!.—sugirió la chica con no demasiado tacto.
Entre las peculiaridades de José Luis nunca se ha destacado de una forma especial la delicadeza en ninguna de sus posibles manifestaciones. Es inmune al frío y al calor, capaz de deleitarse con retransmisiones de operaciones quirúrgicas espeluznantes, de ingerir cantidades de alcohol propias de mayoristas sin sufrir efectos aparentes… o de abrirse la cabeza sin darse ni cuenta.


Javier dirige el haz de luz de la vespa hacia la cabeza de José Luis. En efecto una aparatosa grieta luce en su frente manando sangre como resultado de impactar contra la última esquina de la calle a causa del movimiento oscilatorio que, entre voces e improperios, mantenía con el fin de dar emoción al trayecto en moto.


Aparentemente no es mucho, pero eso te lo tendrán que ver, no vayas a tener algo cascado por ahí dentro.— Javier se dispone a llevar a José Luis al centro de urgencias más cercano.
Ya está la Barbie motorista … ¡Que esto no es nada! Esto se cura con Jameson con hielo.— José Luis intenta entrar en el local aunque finalmente cede ante la presión de los demás y vuelve a subir a la vespa.
La ciudad a esas horas está casi desierta, por lo que Javier tras salir del pequeño laberinto del barrio de pescadores enfila calles principales por las que se desplaza rápidamente hacia el hospital.


El trayecto es fresco pero agradable. Cuando Javier recorre la principal arteria del centro de la ciudad se da cuenta que José Luis está golpeándole en la espalda mientras se ríe como una hiena.


¿Qué coño pasa?, ¿De qué te ries?.— Javier intenta averiguar si el impacto ha supuesto ya el golpe de gracia para la maltrecha psiquis de José Luis.
Ja ja ja ja ja ja
¿Me quieres decir que te pasa?
Ja ja ja ja ja ja. Me meo
¿Que te pasa tío?
¡Las gafas!
¿Qué le pasa a tus gafas?
Que se me cayeron frente a “el Corte Inglés”. —consigue articular después de muchos esfuerzos.
Entre tanto la vespa ha atravesado media ciudad. Javier se vuelve para enfrentarse con la pintoresca imagen de un individuo, al que sin sus gafas casi no reconoce, sumido en un ataque de risa sin control, congestionado hasta límites casi explosivos y con un aparatoso pañuelo ensangrentado alrededor de la cabeza, como un personaje recién escapado de Los Miserables.


Las gafas


El rescate de las gafas da origen a una nueva yincana nocturna. Esta vez el objetivo es conseguir volver sobre los pasos dados y rescatar el frágil objeto que reposa en alguna parte sobre la carretera y frente a “El Corte Inglés”. Y se trata de llegar antes de que algún otro vehículo decida convertirlas en un modelo extraplano.


Resulta complicado buscar un hueco donde dar la vuelta. Tras lograrlo se inicia una carrera desenfrenada en dirección contraria. Frente a “El Corte Inglés” la vespa se detiene y sus ocupante buscan casi a tientas las gafas perdidas por el asfalto.


—Aquí no se ve una mierda.— José Luis se queja de la oscuridad de la zona.


—Tu sin gafas ves menos que un topo tuerto. No verías tus gafas ni aunque las tuvieras ante tus mismísimas narices.— Javier rastrea minuciosamente los alrededores.


Algún dios menor, probablemente Baco, se apiada de la expedición y en medio de un charco grasiento, llenas de mugre y asquerosas pero intactas, las gafas son recuperadas y colocadas en su sitio.


Huelga decir que dada la hora, los niveles de intoxicación etílica y el golpe recibido,  José Luis se coloca las gafas sin demasiados alardes higiénicos. El aspecto, ya de por sí lamentable, empeora sensiblemente cuando a la sangre seca, la congestión y el vendaje se incorporan manchas de grasa y mugre componiendo un cuadro a medio camino entre terror gore y película de Torrente.


Javier vuelve a arrancar la vespa. José Luis se sube no sin ciertas dificultades.


—Por el amor de Dios José Luis. Agárrate con fuerza las gafas, la cabeza y cualquier otra parte móvil o colgante que puedas perder en el trayecto.— Javier comienza a albergar dudas sobre si la noche acabará en un centro hospitalario, en un tanatorio o en una institución psiquiátrica.


Finalmente realizan una entrada triunfal en las urgencias del centro hospitalario. Con galana apostura los dos peculiares donceles descabalgan de su negro corcel de acero y con un paso pretendidamente firme se acercan a una enfermera que los mira aproximarse con gesto de hastío mientras levanta los ojos en mudo gesto de súplica.


—Buenas noches. Que venía porque me he abierto la cabeza. —explica José Luis a la enfermera.


—Jamás lo habría sospechado. —comenta la enfermera mientras admira el aparatoso vendaje. — ¿Accidente de tráfico?


—Que vá … me he abierto la cabeza contra el quicio de una casa que estaba mal señalizada.


—Abstemio ¿no?.


—¿Como lo ha notado usted?


—Intuición femenina. Siéntense en la sala de espera. Le avisarán por megafonía.


Javier y José Luis se sientan en frente de la puerta. José Luis sigue bajo los efectos combinados de los litros de cerveza y el contundente golpe. Su discurso es cuando menos errático.


Sus conocimientos atesorados en decenas de noches de insomnio frente a cualquier programación de corte médico se abren camino entre los vapores etílicos capacitándolo a su juicio para comenzar a emitir diagnósticos.


—¿Ese? … Ese tiene un cólico nefrítico.— José Luis señala a un anciano al que bajan en camilla con ciertas dificultades. El pobre hombre lo mira entre curioso y resignado a su suerte.


Una madre con una niña de corta edad asoma por la puerta. La cría llora de forma inconsolable.


—Pero hombre … ¿No ves que esa niña tiene un cólico nefrítico?.— Jose Luis sentencia mientras la madre se apresura a acercarse a recepción por el extremo más alejado posible al diagnosticador.
—Ya te vale doctor.


—¿Como ya te vale? … ¿No ves aquél? ¡Cólico nefrítico de libro!.— El paciente, que ingresa en silla de ruedas con un aparatoso vendaje en la pierna, mira a José Luis con un más que evidente deseo de fulminar a semejante individuo con la mirada.


—Pero bueno … que mierda de servicio médico es éste. Una epidemia de cólicos nefríticos y aquí el personal dedicado a la meditación trascendental.


Ante el cariz que van adquiriendo los acontecimientos el caso de José Luis adelanta varios puestos y rápidamente es anunciado por megafonía.


José Luis desaparece tras las puertas de la consulta tres no sin antes sentenciar con gravedad a la enfermera


—Señorita que sepa que esa cara de alcachofa que tiene es debida a un cólico nefrítico.